
Escrito en Lima a finales de enero de 2023
De pronto, casi sin darnos cuenta, el pasado 7 de diciembre el Perú entró en un estado de efervescencia que nadie hubiera imaginado una semana antes. Hasta entonces vivíamos en una modorra política, observando cómo el gobierno de Castillo desmontaba sistemáticamente las instituciones del Estado, distribuía alegremente los cargos públicos más apetecibles entre sus paisanos y allegados, y nos acostumbrada a los constantes destapes de sus corruptelas. Eso era todo. Desde el primer día de su gobierno, la oposición en el Congreso de la República, conformada por varios grupos de derecha, intentaba derrocarlo sin éxito, pues no contaban con los votos suficientes para lograrlo[1].
Esa tarde del 7 de diciembre, el presidente Castillo debía presentarse ante el Congreso de la República para defenderse del tercer intento de derrocarlo constitucionalmente. A pesar de que esta vez la oposición aseguraba más votos a su favor, no lograba reunir los suficientes para destituirlo. En realidad, Castillo no tenía de qué preocuparse. Sin embargo, hacia el mediodía apareció intempestivamente en cadena nacional anunciando el cierre del Congreso de la República, la intervención del Poder Judicial, la Fiscalía de la Nación, el Tribunal Constitucional y la Junta Nacional de Justicia. Estaba anunciando un sorpresivo e improvisado golpe de Estado.
No hubo que esperar mucho para saber que las Fuerzas Armadas y todas las autoridades rechazaban el golpe y se alineaban a los principios constitucionales del Estado de Derecho. Luego vino la secuencia que todos conocemos en la que Castillo huye de Palacio de Gobierno, enrumba a la embajada de México para acogerse a un asilo diplomático previamente ofrecido por AMLO, en el camino es detenido por su propia guardia personal y entregado en una comisaría acusado del delito de rebelión. Hoy ocupa una celda vecina al también golpista Alberto Fujimori esperando el desenlace de su proceso judicial. Pocas horas después fue destituido por el Congreso en un proceso expeditivo que dejó muchas dudas y reemplazado por su vicepresidenta Dina Boluarte, conforme a lo que indica la Constitución. Algunos analistas especulan que Castillo tomó la decisión intempestiva de hacer el golpe de Estado porque sospechaba que su socio en el congreso -quien lo acusa de haber traicionado el ideario del partido- lo traicionaría con algunos pocos votos, suficientes como para alcanzar su destitución en ese tercer intento.
En el Congreso, los grupos de oposición celebraron la caída de Castillo como si hubiera sido un triunfo propio, sin darse cuenta de que, en las regiones más pobres del país, el enroque de Castillo por Boluarte había sido interpretado como un golpe de los grupos de poder de Lima contra el mundo rural andino al cual Castillo decía representar. Más allá de su evidente corrupción, su caída levantó la furia en algunas regiones, pues sentían que Castillo era como uno de ellos y, por lo menos, con él tenían la oportunidad de ser escuchados y reconocidos[2].

Visto desde Lima, resulta difícil distinguir el carácter de las movilizaciones que surgieron en el sur andino, pues confluyen en los mismos espacios las comunidades campesinas, los estudiantes universitarios y las masas de electores enfurecidos que se identifican con el Presidente Castillo por su origen y extracción social. Manifestaciones similares han comenzado a surgir en otras partes del país y continuamente llegan a Lima delegaciones del interior que marchan pacíficamente por las calles de la ciudad acompañados por diversas organizaciones de la capital. Todos exigen la renuncia de la presidenta Boluarte porque “traicionó a Castillo sumándose al golpe que le dio el Congreso de la República” y porque su política represiva ha ocasionado más de 50 muertos, lo cual le quita toda legitimidad para continuar en el cargo. También exigen la renuncia del Presidente del Congreso (un opositor) a fin de elegir a uno “más idóneo” que reemplace a Boluarte en el Ejecutivo. Y, por último, exigen la convocatoria a una asamblea constituyente que redacte una nueva constitución política.
Pero, junto a ellos, también se distinguen otros grupos organizados y violentos que atacan objetivos estratégicos como carreteras, aeropuertos, juzgados y comisarias. La mayor parte de las personas fallecidas en las protestas han caído durante estos ataques abatidos por disparos de policías y soldados. Son precisamente estos enfrentamientos violentos los que son transmitidos por la televisión y cubiertos por la prensa dominante, generando un sentimiento de rechazo por parte de las élites de la capital y alimentando la polarización política del país: el Perú profundo contra la Lima moderna, el campo contra la ciudad, los pobres contra los ricos.
Algunos analistas consideran que las acciones violentas son obra de grupos organizados con distintos fines, algunos de los cuales tienen agendas políticas, otros económicas, y hasta pueden tener representantes en el Congreso. Otros consideran que las movilizaciones sociales responden a un plan de contingencia de los aliados políticos de Castillo, pero si ese fuera el caso ni ellos mismos hubieran imaginado movilizaciones de tales proporciones. Lo cierto es que la caída de Castillo ha removido viejos rencores acumulados a lo largo de la historia republicana del Perú, alimentados por el centralismo de Lima, la desigual distribución de la riqueza, la pobreza, el racismo y la exclusión social que padecen millones de peruanos.

Sus promotores consideran que las renuncias de Boluarte y del Presidente del Congreso abrirían las puertas para que algún representante de la izquierda en el Congreso tome el control del Ejecutivo, remueva a las autoridades electorales y convoque a referéndum para una asamblea constituyente. Este es el objetivo final de las movilizaciones: redactar una nueva constitución que supuestamente favorezca a los grupos más empobrecidos del país.
Definitivamente, es necesario reconocer que la actual Constitución Política, formulada en 1993 por una asamblea constituyente convocada por Fujimori luego de un golpe de Estado, no ha favorecido a los grupos más empobrecidos del país, a pesar del crecimiento económico registrado en las últimas dos décadas. El modelo no permite que la riqueza llegue hasta los más pobres. Es, sin duda, una Constitución que requiere de ajustes, sobre todo en el capítulo económico y el rol del Estado. Sin embargo, esta Constitución incluye sus propios mecanismos de reforma, los cuales deben ser efectuados por los propios congresistas electos.
Sin embargo, los promotores de las manifestaciones y los representantes de izquierda en el Congreso no están interesados en ajustes y sólo abogan por una nueva constitución “hecha por el pueblo”. Uno podría considerar y discutir sobre propuestas de reforma y ajustes, pero hasta el momento ningún congresista ha propuesto alguna idea digna de consideración. Lo único que han hecho a lo largo de este año y medio de gobierno tanto los grupos de derecha como los de izquierda es desmontar reformas sustantivas aprobadas en gobiernos anteriores. La nueva constitución se vende tal cual, sin mirar el contenido. Considerando la calidad lamentable de todo el elenco político nacional, sería un suicidio darles la capacidad para escribir una nueva constitución.
Boluarte sabe de eso y por eso se aferra al puesto. Sabe que, si renuncia, la pelea por evitar ese desenlace estará perdida. Su alternativa para sofocar la crisis política ha sido reprimir con dureza las manifestaciones callejeras, al tiempo de convocar de manera urgente a nuevas elecciones generales para este año 2023, incluyendo nuevo presidente y nuevos congresistas. Eso debería calmar los ánimos del país y dar oportunidad a una nueva gestión. Pero ese adelanto de elecciones primero debe ser aprobado en dos legislaturas consecutivas por el actual congreso y ahí está el problema. Los congresistas no quieren perder sus bien remunerados puestos de trabajo y les cuesta mucho adelantar la fecha de su salida. No están dispuestos a adelantar nada. Si en los próximos días no aprueban ese adelanto de elecciones, se habrá perdido la oportunidad para realizarla este año y, mientras tanto, la calle seguirá ardiendo y presionando para que “se vayan todos”.

Queda entonces la alternativa de la renuncia de Boluarte. La Constitución dice que, si renuncia, deberá ser reemplazada por el presidente de la Mesa Directiva del Congreso y este tendrá un plazo perentorio para convocar a nuevas elecciones solamente presidenciales, y cuyo ganador deberá completar el quinquenio iniciado por Castillo en 2021. Sin embargo, esta fórmula no incluye la renovación del Congreso, lo cual es inaceptable para la gran mayoría.
La fórmula de salida pareciera ser el canje del adelanto de elecciones generales acordado por el Congreso de la República a cambio de la inmediata renuncia de Boluarte. Sin embargo, por ahora, ni el Congreso ni el Ejecutivo dan su brazo a torcer y, si no lo hicieran, prolongarán sus mandatos hasta julio de 2026. Para entonces la efervescencia nacional ya se habrá transformado en un gigantesco incendio.
[1] El triste panorama de la política peruana antes del estallido: incapacidad y corrupción en la Presidencia de la República y un Congreso permanentemente conspirando y cortocircuitando la acción de gobierno. Este modus operandi, en realidad, viene de mucho antes de Castillo. Desde el inicio de Fujimori en 1990, los partidos políticos peruanos desaparecieron como tales (salvo un par de excepciones, pero que luego naufragaron) y se convirtieron en cascarones políticos con licencia para postular, de modo que en cada elección llenan sus cupos con candidatos -sobre todo para congresista- que pagan sumas para figurar en la lista de candidatos. El elenco político nacional de todo pelaje es, salvo contadas excepciones, realmente lamentable y compuesto por representantes de mafias de todo tipo…
[2] Como buen dirigente sindicalista, Castillo organizaba frecuentes consejos de ministros en localidades rurales andinas con población presente, que en el fondo no eran más que mítines políticos con discursos enardecidos contra el establishment de Lima. Lo que tenemos ahora, en consecuencia, es un sentimiento anti limeño que está a flor de piel.
Eduardo Neira es urbanista peruano y residente en Lima. Lector de novelas y observador de la realidad nacional y latinoamericana. Fanático de Google Maps. Caminatas, natación y bicicleta con regularidad.
Licenciado en Diseño de los Asentamientos Humanos por la Universidad Autónoma Metropolitana de Ciudad de México, y maestría Geografía, ordenamiento del territorio y urbanismo por la Universidad La Sorbonne Nouvelle París III. Actualmente se desempeña como consultor en temas referidos al desarrollo urbano y el ordenamiento del territorio.